A menudo me preguntan de dónde soy—mi nombre me delata—. Mi respuesta es siempre indirecta y suele terminar con el otro diciéndome, «Ah, eres portugués». Si bien me resisto a decir que soy de Barcelona, porque pienso que mentiría, acabo diciendo que «nací en Lisboa, pero llevo toda la vida aquí», sin aclarar que toda la vida no es ni media vida, sino toda una vida nueva, después del entreno que es la adolescencia. A partir del momento en que desvelo de dónde soy, se me otorga una identidad de la que no consigo deshacerme y que, a pesar de no ser la mía, tampoco acaba de molestarme.
En una de sus Honos,
hablaba de idiomas y reproducía unas palabras de Paul Celan que decían algo como que solo podemos decir nuestra verdad en nuestro idioma materno. En mentira constante navego.Crecí jugando solo la mayoría del tiempo, por lo que mi compañía eran las palabras que ponía en la boca de mis muñecos-personajes, que probablemente hablaran una mezcla de portugués y expresiones sueltas en inglés que robaba sin pudor de las películas que veía y reproducía en esas fanfiction improvisadas. Un día, por algún tipo de pulsión inexplicable, una de esas historias de princesas y caballeros dejó de ser puesta en escena a través del plástico barato de mis juguetes y se transformó en un cuento de página y media, que muy orgulloso enseñé a quien quisiera leerlo. Durante años, las palabras salían solas —recuerdo incluso haber entrado en algún concurso de narrativa—, las ideas fluían sin freno, sobre todo en momentos de desesperación atrapada: todo era natural. Tuve más de un blog en Blogger (los iba abandonando cuando ya no representaban mi personalidad cambiante) y no tuve miedo de borrarlos cuando me avergoncé de mis propias palabras de adolescente atormentado.
El día en que me fui de Lisboa para estudiar en Barcelona, las palabras empezaron a secarse, cuando más las necesitaba. Se fue oxidando también la fluidez del idioma materno, por falta de práctica cotidiana. No sé decir cuándo dejé de pensar en portugués en la soledad. Me di cuenta de la prevalencia de mi nuevo idioma el día en que me enfadé con mi madre y las palabras que salieron eran castellanas.
Durante años no tuve el valor de escribir en este nuevo idioma. Mis diarios (en portugués) desaparecieron durante años para volver con fuerza justo antes de la pandemia (ya en castellano). Durante ese tiempo de espera, asumí que la idea de escribir estaba descartada porque ya no dominaba mi idioma, ya no me era tan propio como el que se me hizo adulto a la vez que yo. Además, tengo que confesar que en mi cabeza la poesía sonaba más bonita en portugués. En portugués, las palabras flotan sin esfuerzo, los sonidos son suaves y complejos. Sobre el papel, mi caligrafía era ya incapaz de reflejar esa desenvoltura y las frases avanzaban a trompicones, bastas como mi tozudez.
Cuando empecé a escribir mis diarios de viaje en castellano, la tinta marcaba los trazos con facilidad y las frases discurrían libres por los meandros de mis ideas. Además, esos diarios eran solo para mí, ¿qué más daba el idioma, a quién le importaba si estaban bien escritas? El verano pasado, retomando la lectura con fuerza, dije a I. que quería escribir. Escribir era ese proyecto que buscaba y nunca llevaba a cabo (todos los quería hacer con alguien que no tenía la misma disponibilidad o interés que yo). Escribir era mi proyecto porque no dependía de nadie y porque podía decidir yo mismo sus ritmos. Había un problema, le dije. El idioma. Había perdido la poesía del portugués y el castellano se me figuraba lejano, casi prohibido. Sentía que lo mancharía con mi intrusión desvergonzada. Me ataba un sentimiento romántico de pureza lingüística que I. rápidamente descartó. Me propuso, «Hace días me sugeriste que dibujara cada día como práctica. Tienes que hacer lo mismo con tu escritura». Así empezaron nuestras postales. En cuestión de semanas empecé esta newsletter como ejercicio, para encontrar mi lugar en la escritura extranjera. Me ayudó leer, un día, las palabras de
: «Puedes ser escritora, dedicarte profesionalmente a ello, y hacer faltas de ortografía». La ortografía, como cualquier código, actúa como mecanismo de exclusión.Los idiomas, como la escritura, no son tuyos: te los encuentras. Y para hablar de encuentros, quién mejor que Saramago1:
«Pois já se sabe que as palavras proferidas pelo coração não têm língua que as articule, retém-nas um nó na garganta e só nos olhos é que se podem ler.»
En este idioma prestado, voy pronunciando las palabras que me llevaron de ser a estar y, de nuevo, de estar a ser yo mismo. En este idioma que no es el materno, sino el apropiado, construyo a trozos mi verdad, poliédrica, multilingüe y siempre inacabada.
Objets-trouvés
Paul Auster, recientemente fallecido (me pilló leyendo The New York Trilogy y fue una sensación extrañísima).
A propósito de Paul Auster, los Club Kids y su influencia cargada de fascinación (crimen incluido).
La Portorriqueña, ahora de Cafés El Magnífico, es mi nuevo sitio preferido para comprar café en Barcelona (este podría ser un objet-trouvé perezoso que se agarra todavía a la newsletter anterior).
José Saramago, O Evangelho segundo Jesus Cristo, 1991, Editorial Caminho.
Me ha gustado mucho el texto, Lou