He estado tres días en París por trabajo y he tenido bastante tiempo para estar conmigo mismo y, sobre todo, para deambular solo por la ciudad. Ahora, sentado en la sala de espera del aeropuerto (he venido con tiempo para sentarme a escribir), he repasado mis notas y he visto café por todos lados. Cada dos por tres, apunto algo relacionado con el café, ya sea porque lo encuentro carísimo, porque me ha fascinado algún modo de preparación o porque detecto cualquier hilo del que tirar. Si hojeo la libreta en la que suelo escribir, no son raras las menciones a cafeterías, o incluso su presencia subrepticia, el escenario oculto de la escritura.
Esta mañana, un chico monísimo escribía a mi lado en una cafetería situada en la frontera entre el primero y el segundo distritos de París. Tuve que esperarme a que se fuera para ponerme a escribir yo mismo porque no quería que pensara que lo imitaba. Iba vestido de negro de arriba abajo, gorra incluida, llevaba un abrigo de Prada. Por mis paseos, he identificado este tipo de chico como un subgrupo del hombre parisino: siempre de negro, lleva abrigos grandes de nylon o poliéster (las marcas dirán tejido técnico), pantalones slim o rectos negros, zapatillas también negras. Los cortes, siempre limpios, acompañan el cuerpo sin oprimirlo. Camina seguro de sí mismo porque sabe que va bien vestido. ¿Qué hacía un chico vestido de Prada escribiendo en un cuaderno en una cafetería tan moderna y anodina de París? Su caligrafía me dio muchísima envidia y no alcancé a entender el idioma en el que garabateaba: su letra era tan bella como impenetrable. Quise saber más sobre él, me pregunté si trabajaría en la tienda de Prada o si viviría por esa zona tan lujosa. Me quedaré con lo imaginado.
Más tarde, sentado en otro café, dentro de una librería, había otro chico escribiendo. A diferencia del anterior, iba vestido en tonos gris y azul marino, llevaba una sobrecamisa —prenda estrella parisina, en esta época del año, de este otro subgrupo de chico— que coincidía con las prendas del primero en el ajuste limpio y perfecto de la pieza al cuerpo. Cuando se levantó, cruzamos la mirada por medio segundo y noté que buscaba el título de mi libro, lo mismo que haría yo para evaluar su posicionamiento intelectual. Como estaba leyendo Paul Auster, la cosa podría ir por varios derroteros. Podría haber pensado, «Un libro de misterio, qué mundano»; o podría también haber considerado, «The New York Trilogy, qué cool»; o aún, «Qué guapo, y encima leyendo en inglés». Oui, oui, mi cabeza construyó todas estas opciones —por otra parte, bastante improbables— en ese medio segundo de intercambio de miradas.
Estos días en París, me he refugiado en más cafeterías que en cualquier otro espacio. El primer lugar en el que entré fue Gramme, donde pedí «un café, s'il vous plaît», pedido inmediatamente cuestionado por la simpatía parisina de la chica de la barra, que me aclaró que tendría que haber pedido «un espresso», con acento en la o final, por supuesto. Me lo entregó en la puerta con una sonrisa enorme, igual para compensar el borderío previo, igual para reírse un poco de mí.
A la mañana siguiente, me senté en una cafetería para escribir en mi libreta, antes de ponerme a trabajar. Era una cafetería de barrio, cuqui, sin gran personalidad, donde me sentí cómodo para sacar el material y dedicar más de media hora a rellenar unas páginas. Ese mismo día, mientras esperaba para encontrarme con una compañera, entré a una sucursal de GoodNews, que proliferan ahora en París, y pedí otro café, absolutamente necesario para hacer tiempo y amenizar la espera, o para que esta no pareciera tal cosa. La de esta misma mañana se llama The Coffee, una cafetería como la que puedo encontrar en cualquier ciudad, de un grupo japonés que empieza también a estar por todos lados. Allí, me he sentido otra vez cómodo para sacar la libreta y ponerme a garabatear. El café de la tarde está dentro de la librería La Mouette rieuse, un espacio donde se prohíbe usar el ordenador pero en el que me sentí cómodo para leer y abrigarme de la lluvia que caía fuera.
Las cafeterías representan ese espacio de refugio, en ciudad propia o ajena, un lugar de exploración desde la comodidad. A menudo me decepciono por entrar en las cafeterías cuya marca ya conozco, casi como si entrara a un Starbucks. La proliferación del café de especialidad es no solo símbolo de una globalización rampante sino de las ambiciones de experiencia gourmet de una generación que, sin tener para gastar en restaurantes, se queda con el café. Tras la decepción inicial, recuerdo que estos lugares tan iguales son templos de amparo para el viajero solitario accidental. Ante la incertidumbre del idioma, de las costumbres y normas de una nueva geografía, la cafetería ofrece un oásis de confort, la sencillez de pedir lo de siempre en un entorno nuevo y de sentirse capaz de disfrutarlo en un contexto desconocido. El café tiene el poder de generar un puente entre lo cercano y lo inédito: un encuentro.
Mi primer encuentro con el padre de I. incluyó un café, ofrecido nada más llegar. En ese primer día, me dio a oler una bolsa de granos de café infusionados con avena que molió en un molinillo manual, que funciona además como mecanismo antiestrés. Hay, en esa casa, una džezva (su nombre en serbocroata) de cada tamaño, para todas las ocasiones y cantidad de visitas. Durante años, vi a mi abuela hacer café de borra, lo que sería el café de olla en España. El café turco que me sirvieron no es más que eso, hecho en un cazo precioso y, en el caso de esa primera visita a Oxford, con olor a avellana. (Para hacerlo bien, el café debe estar molido muy fino. Se echa el polvo en la džezva para que se tueste ligeramente al fuego y entonces se le añade el agua caliente. El agua subirá enseguida, formando una espuma aromática que apetece probar sin demora. Para evitar que rebose, hay que alejar el cazo del fuego; cuando vuelve a bajar la espuma, volvemos a acercarlo y repetimos el procedimiento unas cuantas veces.) El encuentro es fácil con el café porque es un comportamiento compartido por tantos, del que podemos hablar sin comprometernos demasiado al inicio, abriendo la puerta a una profundización posterior. «Me recuerda al café que hacía mi abuela», le digo, y así empezamos a conocernos. Más tarde, aprendí a prepararlo yo mismo.
El café dice mucho de nosotros. No es lo mismo tomártelo solo y corto, que tomártelo americano, no es lo mismo tomártelo con o sin azúcar. No hablemos ya de la leche, con sus alternativas vegetales y distintos niveles de temperatura. O de esas variaciones del café que empiezan a ser todo menos café, con sus toppings y añadidos sin fin. Podríamos hablar también del papel del Iced Coffee entre los gays. El día en que me compré la cafetera automática, I. me explicó que se mantendría fiel a su café turco, como desaire ante mi gesto de modernidad empedernida. Quien nos conozca, sabrá leernos a cada uno con su café. Quien todavía no, podrá vislumbrar nuestra personalidad, acaso nuestra relación, a través de esos rituales de preparación cafetera.
Hace años, en Tokio, me gasté unos 20€ en una tote bag de Café Kitsuné. A día de hoy, proliferan estas cafeterías en París y sus respectivas colas para comprarse un espresso a 3€ o, todavía mejor, un latte en vaso grande con la marca lo suficientemente visible para publicar una foto casualmente en Instagram. Effortless. No es lo mismo pasearse por París con o sin un gran vaso de café en la mano, sobre todo si lleva el logo de Kitsuné (porque no, chérie, no es lo mismo que Starbucks). Si camino deprisa, puedo incluso pasar por un local caminando hacia la oficina; porque ante todo, no hay que parecer un turista; si bien viajar es de lo más cool, no hay cosa menos cool que parecer un turista. Saber dónde y cómo tomarte el café es, por lo tanto, deber inexcusable.
La última propiedad del café, la que probablemente más me fascina, es su capacidad de actuar como medio de procrastinación. Mientras me preparo el café, aplazo el artículo que tengo que terminar; mientras bajo a por un espresso a osskaffe, no me ocupo de revisar un capítulo que sigue pendiente. Mientras escribo sobre café, evito abordar esos temas que se resisten a mi dominio y que tal vez un día aparezcan por aquí.
Objets-trouvés
vitrina café es una buena cafetería para escribir unos diarios.
SOLO es una revista dedicada al café.
Mi amigo
escribió sobre café, mucho mejor que yo, aquí.
Bueno, mi fantasía de escribir sentada en un café de París, sigue tomando fuerza. Apuntados todos los lugares ☕