Las palabras —no me atrevería a decir las letras— que aquí lanzo como si fueran fruto del trabajo, y que podrían ser mi capital, no son más, en realidad, que un refugio ante el peso de mi impotencia y, además, una cortina de humo tras la cual me escondo para no delatar mi incapacidad para crear cosas bellas con las manos. Acaso por eso creí que el cine, en su transversalidad, y palabras mediante, podría acercarme a esa plenitud visual que tanto anhelaba y tan poco alcanzaba, que serían las películas ese acto de crear algo bonito. No. Sólo las palabras, una y otra vez, e intermitentes e incompletas.
Al faltarme con frecuencia las palabras con las que tejer, no me queda más remedio que distraerme con labores menos platónicas, de las cuales puedo resaltar mi reciente dedicación al pan, que viene ocupándome no pocos sábados. Hacer pan en casa es otro signo más de millennial atormentado por la cercanía de los cuarenta y sirve, por otro lado, como pretexto idóneo para aplazar ese trabajo tan arduo de pensar y escribir y ¿crear? texto. Exige, eso sí, preparación.
La clase de pan para principiantes, que era una excusa para proponer sutilmente a I. que hiciera menos bollos y se ocupara de labores harinosas más sanas, fue un rito iniciático sin mística y con mucho conocimiento manual. De ahí salimos con unas ideas borrosas y una endeble memoria en la punta de los dedos. Trajimos también dos botes de masa madre para, entregados a nosotros mismos, replicar el proceso de amasado y formado que habíamos casi aprendido. Dormitando en la nevera, espera esa masa a que, cuando quiera yo hacer pan, la saque para reactivarla unos días antes del amasado.1 Peso unos sesenta gramos, le añado otros sesenta de harina y otros tantos de agua y mezclo. A las veinticuatro horas, nada apreciable habrá pasado; recogeré el bote, trataré de ver si ha crecido y repetiré el proceso, con la fe de percibir movimiento al día siguiente. Estos primeros días son bastante aburridos a no ser que me quede en casa —lo que querrá decir que estoy de vacaciones— y observe con más detalle y frecuencia la evolución del bicho. Esta preparación es un calentamiento muy poco exigente y nada inocuo para la labor que tendré que dedicarle a lo largo de un sábado entero. El gesto de añadir cada día harina y agua a un bote oculta un compromiso adquirido en silencio que se revela en su entereza sin necesidad de grandes palabras. Casi sin darme cuenta, me tiendo una trampa a mí mismo y me obligo a estar todo un día en casa amasando y esperando para volver a amasar. Trato de hacer lo mismo con las palabras, soltando a menudo frases dispersas en notas acumuladas, como si tal anticipación me obligara a dar sentido a ese entramado de ideas, a tejer un patrón con forma de texto. Por algún motivo, las palabras no se alimentan de sí mismas y no crecen de la noche a la mañana como la masa madre.
El viernes por la noche, preparo los trescientos gramos de masa madre para el día siguiente y la dejo creciendo. Por la mañana, estará llena de burbujitas y olerá a fermento. El sábado, hacia las ocho, añado cuatrocientos cincuenta gramos de harina, doscientos cincuenta de agua y la masa madre. Mezclo sin amasar y dejo de lado durante media hora. Este sería el momento para echar un ojo a ese texto a medio empezar, releerlo para empaparme del sentido que había empezado a darle. Lo que pasa es que me distraigo recogiendo los platos del día anterior y luego ya pienso que en los quince minutos que me sobran no hago gran cosa, así que lo más probable es que los ocupe mirando instagram, que no aporta, pero tampoco decepciona.
Ya toca amasar y suelto la masa encima de la encimera. Tengo que añadirle diez gramos de sal, para que dé sabor y, además, absorba parte del agua y no se deshaga la masa en mis manos, cual pensamiento informe que no se deja atrapar. El gesto que sigue es simple y, según nos contó la instructora, conforma lo que se llama el amasado francés. Levanto la masa con las dos manos, agarrando dos de sus puntas entre el pulgar y el índice, lanzo la base que cuelga hacia la pared y así extiendo la masa sobre la encimera y la doblo sobre sí misma, girando las manos hacia arriba y soltando los pulgares. Repito el proceso: levanto la masa con las dos manos, la extiendo sobre la encimera y la doblo sobre sí misma; levanto la masa, la extiendo y la doblo sobre sí misma; levanto, extiendo, doblo; levanto-extiendo-doblo; levantoextiendodoblo.
Así, amasando y viendo la forma que tomaba esa amalgama, se me intuye una sonrisa que dice, «Tiene buena pinta» y sigo levantando, extendiendo, doblando, incapaz de parar, hipnotizado por la textura elástica que nace ante mis ojos del ritmo de mis manos y sin palabras. Pienso en lo poco que estoy produciendo, cuán poco futuro discierno en mi mente, sin publicación a la vista ni libro empezado. Levanto, extiendo, doblo y alejo el pensamiento de mi cabeza. Decido que ya tengo suficiente, coloco la masa en el bol y lo tapo con un trapo. El levado posterior dura unas cuatro horas y necesita atención cada sesenta minutos: una vuelta a la masa sobre sí misma. Me permito otro café y echar un ojo a La Distinción que intento digerir entre sorbo y sorbo, sin mucho éxito. Me pregunto si hacer pan es mi manera de distinguirme y de decir a los demás que lo hago porque el que se compra en esta ciudad es execrable. Apunto alguna nota y vuelvo a consultar el temporizador en el móvil, lo que me lleva a mirar si tengo algún email, a leer una newsletter atrasada, a consultar los mensajes de LinkedIn ofreciéndome inteligencia artificial para sustituir mi trabajo de investigación.
La masa luce bien viva y puedo sonreír de nuevo. La saco del bol con la espátula y la veo aplastarse contra la encimera. La agarro con las dos manos, la levanto y se resiste. Intento extenderla sin éxito y la doblo. Repito con más velocidad y ahora sí se separa mejor la masa de la piedra. Levanto, extiendo, doblo. Al bol otra hora. Empiezo a pensar en la hora de la comida y lamento que el pan llegue demasiado tarde para darme un festín digno de esos humanos comedores de cereales que habitan islas remotas del mediterráneo y pienso que lo mejor será hacerme un huevo frito. Vuelvo a dar la vuelta a la masa hasta tres veces más, una cada hora. Mientras tanto, abandono las palabras del sociólogo y trato de adentrarme en los antiguos diálogos de amor, anticipando quizás el banquete que me concederán esa noche las lonchas de pan regadas en aceite.
Las burbujas que van emergiendo desde el centro de la masa me producen un placer sin palabras de tal manera visceral que casi me empuja a morderla cruda antes de que entre al horno. Mientras tanto, rebusco entre unas frases que lancé ávido, hace semanas, a una hoja mal doblada que rescato de una libreta y trato de encontrar en ellas algún resquicio de belleza que me plazca. Me salva el temporizador que me avisa de que es hora de dar forma a la masa y prepararla para el segundo levado.
La extiendo sobre la encimera espolvoreada de harina y le doy una vuelta. Esta parte es la que peor se me da porque no presté tanta atención en la clase y nunca sé el orden de los pasos que tengo que dar. Tenso la masa para que quede bien rebotona y la coloco en uno de esos recipientes para pan que compré para creer que me tomo la tarea en serio, un banneton de ratán cubierto con un trapo de lino. Este segundo levado tarda unas tres horas. Tendría tiempo de sobras para escribir este texto que termino hoy, pero me ocupo de otras cosas, mucho más mundanas, que me sirvan de excusa para evitar el sufrimiento de las palabras vacías. Leo un poco más y veo, instagram mediante, a mis amigos tan distinguidos en el teatro y pienso que debería ir al teatro para cultivarme y no dedicarme a usar el fruto del cultivo para alimentarme de manera tan banal. Al final, ¿de qué sirve tanto trabajo? Si el pan es baratísimo.
Antes de que pasen las tres horas, caliento el horno y preparo una tabla de madera para colocar la masa: extiendo una hoja de papel y la espolvoreo con harina. Saco la masa del recipiente y la deposito con cuidado. I. quiere greñarla y le indico cómo hacerlo, no vaya a perder el control de mi pan. Cuando los doscientos cincuenta grados se hacen anunciar, lanzo agua a la bandeja que había puesto en la base del horno y lo cierro. Vuelvo a abrir y lanzo el pan a la bandeja. Cocerá durante unos cincuenta minutos, «hasta que la base suene hueca». Ese sonido a vacío es el que indica la plenitud del proceso y abre paso a la impaciente espera por el enfriamiento de la masa mientras termina de convertirse, ahora sí, en pan y banquete.
El pan que aquí amaso, fruto de mi trabajo, no es más que un refugio, un amor tan fácil que no lo parece, por ese hacer tan mundano y tan poco intelectual, una capa para esconderme y no delatar mi incapacidad de dar forma a ese amor por las palabras, tan difícil, por ese hacer tan elevado y tan poco táctil.
Este y los demás textos que escribo son fruto de muchas horas de investigación y lectura. Si quieres apoyar mi trabajo, puedes compartir este texto, dejarme un comentario con tus impresiones, o invitarme a un café :)
Podríamos discurrir, y tendríamos tela que cortar, sobre los paralelos a establecer a partir de esta idea de tener a la masa madre dormida en la nevera para luego rescatarla, revivirla, reactivarla y así dar forma a nada menos que a ese pan, recurso nutritivo básico, alimento infalible y universal.
Me encanta tu forma de escribir. Un abrazo. Nos leemos.