Agosto en Barcelona es una prueba de fuego a la voluntad. El tiempo corre más despacio, el calor derrite el ánimo y sólo las tormentas apaciguan la angustia.
Agosto se arrastra.


Las palabras se amontonan en dos o tres libretas que tengo por ahí (miento, se amontonan en mi cabeza, desordenadas) y no salen de ninguna manera. Abro la app de Notas y echo un ojo. Veo ideas inconexas que no dan para mucho. El calor me invade la cabeza y no puedo seguir pensando en escribir, así que la cierro y sigo soñando con las palabras bonitas que juntaré algún día. Lo escribo en un e-mail, leo un poco más. (Más adelante, tal vez hable de los libros que he leído.)
Nos hemos escapado a Santander a pasar el finde infernal del puente de mediados de agosto y a inspirar una pizca de olor a descanso (yo aspiraba a inspirarme para escribir, para qué mentirme; no ha funcionado). Ya hablé de mi incapacidad de vivir en el presente, sobre todo en verano, y me perdonarás, lectora, que vuelva sobre el tema: las obsesiones están para desplegarlas, estirarlas, darles la vuelta, amasarlas, doblarlas y repetirlas.
Santander había sido un lugar de escape en momentos de reencuentro personal y borrador de sinónimo de vivir el presente: había ido, solo, unas cuantas veces a una casa que me dejaban ocupar unos días y me había lanzado al mar a descubrir nuevos lugares donde encontrarme en paz, tabla en la mano, aletas en los pies, miedo en el cuerpo.
La primera vez que fui a Santander, lo tenía todo planificado: había escrito a una escuela de bodyboard, había calculado los viajes, había planificado los días de vacaciones. Había metido en la cabeza que tenía que hacer actividades para mí y esa salida era la prueba definitiva de que lo podía hacer. Además, se veía cool.
Evidentemente, el mar estaba precioso y luminoso ese fin de semana, planísimo.
A pesar de esta salida en falso, ir a Santander sí ha significado la capacidad de buscar caminos de construcción individual. Si me pongo intenso, podría decir que estos diarios empezaron ahí, caminando hacia el faro de Cabo Mayor, escuchando a Luna Ki (oh, wow!) y pensando en cuánto me gustaría volver a enlazar palabras.
Volver a Santander ha sido mi intento de recuperar el presente y permitirme disfrutar del camino. Si hace unas semanas mi verano iba a ser brat, ahora sólo aspiro a superarlo con algo de aliento. Mudarse y terminar una tesis era el leitmotiv de julio, pero resulta que seguirá siéndolo a lo largo de agosto y septiembre y…
Lo brat se ha transformado en demure no intencionado (de verdad, dadnos un respiro) y no soy capaz de meterme al agua fría del océano. Incluso aquí, en el caldo mediterráneo, esta mañana, a la orilla del mar, me vi perezoso, sin ganas de mojarme: enfrentarme al golpe(cito) de temperatura se me antojaba infranqueable, a pesar de saber que el placer posterior sería mayúsculo. Peor que la nostalgia que ralentiza, el futuro incontrolable y paralizante toma mi voluntad derrotada por el calor de agosto y me prostra en el sofá.
En Santander, estuvimos hablando de clout, esa especie de moneda de la influencia, ese valor que gana uno cuando hace lo que mola, está dónde mola y anda con quién mola. Esta otra obsesión, me perdonarás otra vez, me viene bien para hablar de los libros que he estado leyendo, Fashion | Sense, de Gwenda-lin Grewal, Sluts, de Michelle Tea, Figuras do Mito, de Maria Mafalda Viana, The Fashion System, de Roland Barthes. Además, me viene perfecto para fardar de las reflexiones sobre una idea de valor que he colado en la tesis, robando a David Graeber.
Ese clout que conseguimos a través de la moda —entendiéndola más allá de la ropa y extendiéndola a nuetros usernames de Instagram y a los de las amigas, a los restaurantes que documentamos en stories casi desenfocados y desencuadrados, a los bares de vinos effortlessly edgy, a los destinos vacacionales perfectamente imperfectos a los que acudimos con nuestros outfits prohibidos y resignificados y nuestro cuerpo casualmente esculpido— es una manera de forjar una memoria compartida de nuestra identidad. Todas esas cosas nos valen, en tanto que objetos visuales que podemos compartir (¿distribuir?), por su potencial de crear una imagen que resista al paso del presente. (A)parecemos y somos no sólo ante nosotros mismos —lo que sea que eso signifique—, pero siempre ante el otro, pues si no nos recuerdan, o si lo que recuerdan cambia, ¿somos realmente, valemos realmente?
Y así, incapaces de entrar al agua fría del océano (a no ser que nos estén grabando furtivamente), huimos de la insignificancia para encontrarnos con un reflejo hierático. Para conocernos más allá de la superficie, sería interesante decir que nos desnudamos; pero si el cuerpo es ya también objeto visual, ¿qué metáfora nos queda?
Si andamos perdidos, ¿cómo nos reorientamos?