Querido:
Podría contarte que he soñado por segunda vez que estaba casado con Paris Hilton. Podría dar muchas vueltas a la interpretación onírica, podría elucubrar sobre la reorientación sexual, llegaría a muchos lugares fantásticos, pocos de provecho. Podría discurrir sobre los significados diversos que puede tener la elección de semejante diva por parte de mi subconsciente, pero lo que me impora realmente es que, en ese sueño, yo seguía insatisfecho y de mal humor mientras entrábamos a la ópera: no encontraba sitio para mi abrigo. No podía parar de pensar, mientras mi enfado seguía creciendo, en que Paris estaría a punto de dejarme. Qué muermo tan enfadado, pensaría ella con razón, y yo seguía en mis contiendas. En la cúspide del éxito y andaba yo enfadado. ¿Por qué no estaba publicando una foto en instagram? Debería estar sliving y sólo pensaba en colocar mi abrigo a salvo de las arrugas.
Hablo de mí como podría hablar de ti, al final somos la misma persona, pero si me miro al espejo, si te veo en él reflejado, aunque sea en esta carta ficticia, las cosas son más difusas y, por eso, puedo pensarnos mejor. Los tiempos verbales son confusos porque no sé si estoy en el futuro, en un pasado perdido o un presente alternativo.
Eras un chico con nombre urbano y mirada perdida. Te había visto en un tumblr hot en la época en la íbamos a Boombox, llevabas una sudadera de segunda mano que levantabas para mostrar unos calvins mal colocados. Los fotógrafos artísticos de cuerpos perfectos y desnudos te sacaban fotos, uno tras otro. Fumabas en la cama, desinteresado, y me explicabas que te habían ofrecido ser modelo en una editorial de una de esas revistas de moda que salían de debajo de las piedras.
El año pasado, esa misma revista seguía de pie y acabaste en el cóctel de lanzamiento de uno de los números. Eras otro, ahora vestías un top sin mangas apretado, tenías los músculos más grandes y usabas gafas de sol de ravera. Ibas con un grupo de chicos como tú y os hacíais fotografías para instagram. Todo era más difícil porque ya no bastaban las fotografías con ese fotógrafo especial, tenías que generar contenido cada día e ir al bar El Pollo, el de aquí y el del sudeste asiático, que tendrá otro nombre, pero ya me entiendes. Tenías que hacer crossfit y ser sugerente sin ser explícito, tenías que conseguir un buen ratio entre seguidores y seguidos. Ya eras effortless. Tus amigos eran gente del mundo de la moda, ya sabes, como mínimo que trabajasen en Dutti o Bershka —los que salían en tu feed, claro; los que invitabas a última hora al cine porque te aburrías no tenían que cumplir tantos requisitos—. Si me llevabas a cenar a un sitio de moda, vestías bien.
Te veo con un cóctel en la mano y me sonríes, a pesar de que no me conoces. Te miro como miro mi reflejo, el tuyo, el nuestro, y no sé qué hacer. Enseguida te acercas y no hace falta decirnos nada, ya entrelazados los brazos y las cinturas, las respiraciones alcohólicas entrecortadas toman el lugar de las palabras y dan paso a un balanceo lento que nos embriaga. Durante toda esa semana, no vamos al bar El Pollo ni nos hacemos fotos. En las sábanas blanquísimas y revueltas de mi cama, ya no fumas y me explicas que el confinamiento fue complicado, que has engordado. No posas sugerente. La mirada, sin embargo, la tienes viva y penetrante, apasionada mientras guías mi mano por tu cuerpo ya liberado. Pienso si estoy soñando otra vez y eres Paris Hilton y no sé responder, en parte porque esa voz que me hace pensar no es la mía y todavía no he soñado con Paris Hilton. Además, no estoy enfadado ni puedo pensarte como un trofeo, de tan vulnerable que has estado esperándome todo el día, mirándome como pidiendo que te bese.
Me miré al espejo y te vi alejarte, bien vestido porque ibas a cenar con tu próximo novio (lo sabía porque yo también había tenido unas citas con él, pero yo no era effortless): volvías a tener el cuerpo esculpido y te habías puesto un crop-top. Me sonreíste y me dijiste, Me gustas mucho, pero no fue verdad.