Llevo días pensando en hacer una lista con los libros que han marcado mi 2024 y los mismos días arrastrando la sensación de que hay algo terrible en esa idea. Además, a la vez que tecleo estas palabras, me digo que no necesito generar contenido, sino que lo que tengo que hacer es ponerme a escribir.
He ocupado todo el día leyendo a Doctor Pasavento de Enrique Vila-Matas, sin apenas moverme del mismo rincón del sofá, intercalando cafés e infusiones, en un intento vano de compensar unos con otros cuyo resultado es tener que levantarme cada media hora para ir al lavabo. Además, he leído dos o tres textos en Substack de gente con mucho más éxito que yo y, para qué mentir, no me han gustado demasiado. Enseguida he pensado que me daba mucho más placer leer que escribir y que lo mejor sería dejar de intentar soltar palabras al papel, que tampoco se me da tan bien. El placer de leer es un placer raro: me deja la cabeza aturdida, como si me hubiese pasado el día jugando a vídeojuegos, y eso que me dijo mi psicóloga que una de las tres cosas que debía retomar este mes, además de la comida sana y el deporte, era la lectura —igual le exageré, cuando le dije que había dejado de leer—. El letargo que se ha ido formando tras acumular demasiadas horas hundido en las vidas de Pasavento me confirma la extrañeza de este placer y se opone a la incómoda euforia que me inunda tras escribir un texto que me parece genial y que, para mi propio bien, no tiene demasiado éxito cuando finalmente lo publico. Un poco como al doctor Pasavento, uno de mis yos me susura que debería seguir escribiendo, mientras los demás me aseguran que estamos mejor sentados o, mejor, deambulando entre tiempos nebulosos como Sebald en Norfolk, anotando pequeñas frases perspicaces, fragmentos de una novela que nunca seré capaz de escribir, ya sea aquí o en la Lisboa de Ricardo Reis. En cualquier caso, ciudades cubiertas de niebla y oscuridad —las inglesas de Sebald, París, Nápoles, Barcelona en Vila-Matas, Lisboa para Saramago, e igual para mí— atravesadas por poetas a punto de desaparecer. Igual por eso no escribo, porque no soy poeta ni sé si quiero desaparecer.
Salgo yo también a que me dé el aire y me quedo delante del portal porque me invade la duda —sobre mi destino, el de ese día y el general, si es que hay tal cosa como el destino general— y las miradas de la gente que sin cesar habita esa calle, hombres y mujeres vagando, en una tensa espera que parece poder estallar en cualquier momento. Me miran y me pregunto si serán las mismas personas a las que vio Jean Genet cuando era ladrón, igual en esta misma calle que da nombre a su oficio, o igual es él mismo el que me mira a través de los ojos de esas mujeres que me contestan un «hola» a la vez resignado y sorprendido cuando las saludo. Entre ellas hablan un idioma que desconozco y que suena eslávico y dudo de si se entenderían con las malas argentinas de Córdoba que también deambulaban por las calles huyendo de una vida que no era vida y persiguiendo otras vidas que se alejan cada vez más porque corren más deprisa. Hacen ese viaje, rompiendo el pudor de los demás y recordándonos nuestra propia vida rodeada de sábanas de seda, siempre con su nombre orgulloso y sonoro: putas. Tantas de estas historias tratan de gente que camina y se mueve de un lado a otro, pienso, mientras me pongo a caminar por la calle Hospital, tratanto yo mismo de encontrar algo que perseguir, algo de lo que huir, un laberinto del que salir, como las criaturas del mito que llevamos a las espaldas y que, sin que queramos ni podamos evitarlo, guían nuestros sueños y nuestra forma de vestir, nos explican que vistiendo devenimos porque de lo contrario no seríamos más que tablas rasas, muertas, inertes y sin poesía. No podríamos ni siquiera pensarnos.
Sigo caminando porque no sé quién quiero ser y no recuerdo qué ropa llevo puesta. Doy vueltas y vueltas por un barrio que me conozco de memoria y cuyo ánimo voy degradando más y más a medida que me pongo música más y más triste, para decirme que soy poeta que siente y no solo da pasos alrededor —¿de sí mismo?— de un barrio abandonado a las tiendas de recuerdos que no ha sido capaz de imaginarse de otra manera. Como no sé quién soy, me mantengo a flote caminando y montándome historias en la cabeza que nunca soy capaz de apuntar, me digo que lo mejor sería empezar copiando a alguien, para darles forma —¿a las historias, a mí?—, o tal vez transformándome en otro al que admiro con locura, ¿pero a quién admiro yo con locura? A estas alturas pienso que igual estaría mejor si estuviera loco y perdido de amor: podría vivir intensamente y dejar de deambular. Podría enamorarme toujours toujours —de un chico que me mirara de reojo apoyado contra la pared— y no poder descubrirlo hasta que lo escribiera, contándolo, contándoselo, contándotelo, en cartas que no solo desnudaran mis sentimientos, sino los de todo un país.
Vuelvo a casa y siento que he perdido el tiempo, que no he aprendido nada. Que igual estaría mejor como cuando era adolescente y sufría y escribía textos muy sentidos. Luego recuerdo que el tiempo perdido no fue mejor, sino que solamente fue —y qué cursis eran esos textos tan sentidos—. Decido, finalmente, ponerme a escribir estas palabras antes de que me entre la vergüenza y se me escape la poesía para siempre.
Este texto me ha ganado, especialmente en la mención a Las malas 🫶