Durante años pensé que se me habían secado las lágrimas. Volvieron abundantes tras una ruptura complicada seguida de un confinamiento en 2020. Qué tiempos.
Cuando necesito refugio, miro comedias románticas. Dulzonas y previsibles, me siguen manteniendo atento, sacando sonrisas fortuitas de empatía con unos personajes torpes y, oh sorpresa, en algún caso, arrancando dos o tres lágrimas tímidas.
Esta semana quería haber escrito una reflexión sobre diseño y orden para otro de mis proyectos que avanza tambaleante. Está claro que antes de lanzarme al teclado decidí que tenía que leer varias cosas, a esto lo llamo procrastinación activa. Entre otras lecturas, un librito que tenía atravesado porque lo había intentado leer dos veces sin éxito. Digo librito por sus ochenta páginas, no por su densidad: no había alcanzado más de cuarenta sin sentirme tremendamente estúpido.
Esta semana quería y no he conseguido escribir. El miércoles estaba cenando bocadillos en el Fidel y el viernes estaba en la 080 Barcelona Fashion. Me invita un amigo y arrastro a I. conmigo, a sabiendas de que no va a ser nuestra actividad preferida. Nos sentimos viejos al observar los grupitos de jóvenes esperando en cola para entrar a un desfile. Se han vestido para la ocasión y no han desperdiciado creatividad. Es importante hacer ver que hay disrupción, inventiva, hasta descaro. Miran alrededor con ojos altivos y manos temblantes, una máscara de seguridad en la mirada para esconder el miedo a no pertenecer a esa selva del estilo, un cuerpo que lo delata. Una lucha constante entre parecer cool sin cruzar la raya y empezar a pasar vergüenza. Una pareja de chicos de unos veinte años nos pidió una foto y sonó tan tierno que no pude decir que no. En su pose, ni un ápice de esa sensibilidad: todo era afectación y seriedad. Yo también había elegido la ropa a consciencia pero ya no me temblaban las manos. Ya no quería estar allí tanto como habría querido hace diez años y tenía a mi alcance la mano sólida de I. para coger en caso de necesidad. Salimos hablando de un show bonito y de toda la narrativa que se forma alrededor. El peso de ese relato en la moda es lo que nos arrastra a quererla y odiarla a partes iguales, a celebrar la belleza en tanto que inaccesible, a herirnos el amor propio para formar parte de una historia que nos quiere fugaces.
La secuencia de esa noche de descontrol fue un día para confirmar que ya no tengo diez años menos. La resaca me hizo poner una comedia romántica con Keiynan Lonsdale luchando contra sus demonios y enamorándose. Me asaltaron las lágrimas al final, cuando consigue superarlos y bailar con su chico. En esa burbuja cinematográfica, puedo alegrarme de que las cosas salgan bien. Eso antes de volver a pensar que son precisamente esas narrativas las que nos ahogan en expectativas vitales inviables. Por lo menos, ahora podemos ver a dos chicos enamorarse en las películas. No sé si evoluciona el discurso o si es fagocitado por el sistema.
No puedo evitar enlazar tantas cosas vividas y observadas al peso de las palabras alrededor, las dichas y las calladas. Nos empujan a creer que lo inhumano es justificable y nos llevan a mutilarnos la emoción y el cariño para formar parte de un lugar hostil. Por suerte, pueden también ayudarnos a encontrarnos, a ensanchar círculos y a desviarnos la mirada hacia lo desconocido. A desorientarnos para redescubrirnos.
En eso ando.