Nos habían convocado y no sabíamos muy bien a lo que íbamos. Era un sábado por la mañana, que ya es tener ganas de alegrarnos la vida; fuimos por respeto, medio por obligación, no fueran a pensarse que despreciábamos el trabajo —cosa, por otra parte, absolutamente verdadera—y pensaran en quitárnoslo. Llegamos como llegan los niños a una excursión a primera hora, somnolientos y a rastras.
Nos esperaban dos mujeres beige, calificativo que va mucho más allá del color de la ropa que lleva el calificado, que es beige, y recoge una manera de llevar la vida, una en que no se sale del Eixample más que para ir a la Costa Brava —o Menorca, según el tono de beige— en verano o a la Cerdanya en invierno y, según nos dijo más tarde una de ellas, a Nueva York «siempre que puedo», dónde siempre que va entra al MET a contemplar durante largos minutos «La Noche Estrellada» de Van Gogh, que no deja de inspirarla para ver detalles que antes no había visto. Ambas vestían casual, pantalones anchos, blanco roto, y unos jerséis fantasía discreta beige —unas florituras azules en los pliegues—, zapatillas Hoff o Veja, todo beige. Si estuviéramos en Londres, llevarían unas New Balance (beige) que, según me han contado, son las zapatillas de los tories que quieren parecer enrollados. Una estaba ajetreada intentando conectar su portátil a la enorme pantalla de televisión que ocupaba todo un rincón de la sala de hotel que nos recibía, un espacio con ladrillo a la vista en algunos puntos y las paredes muy lisas pintadas de verde agua. Había cuatro mesas rodeadas de sillas casi señoriales y cubiertas con unos manteles blanquísimos. Diríamos que íbamos a comer, si no fuera por la parafernalia de la mesa, con unos ramillos de florecillas amarillas que flojeaban en los floreros elegantes de Zara Home, lápices, teteras, hojas de papel y otras cosas que no identifiqué. Entendimos pronto que el origen del fuerte olor que nos recibió era el palo santo que una de ellas procesionaba por la sala, con cierta distinción. También había difusores de aromas de Muji.
Cuca y Martina nos acogieron con una frase visible, muy destacada, en la ya conectada pantalla que indicaba que «Si te esfuerzas, no habrá sueño que se te resista (incluso tras un madrugón)» y que más tarde entendí que estaba sacada de un poster de Mr. Wonderful.
Yo empezaba a sentir cierto nerviosismo por el ritual que me esperaba y que, de alguna manera, tendría que performar ante los demás. Mi cabeza ya estaba elaborando una imagen clarísima de mí mismo teniendo que participar en un ejercicio de ice-breaking «para entrar en calor» gritando algo para liberar energías y generar lazos con el compañero y entonces, ya sí, poder hacer el verdadero ejercicio que nos esperaba ese día, algún tipo de danza tribal en la que tendríamos que abrirnos en canal. No pasó nada de eso.
Había hojas de té secas en unos cuenquitos sobre la mesa, cuyo origen nos explicaron en detalle y no recuerdo. Había agua caliente que usamos para infusionarlas. Mientras esperábamos, los hilos de vapor que salían de las teteras y de los difusores de aromas me hicieron pensar en las chimeneas de las fábricas y en la ironía de, como habitante de lo que fuera la zona industrial de la Rosa de Foc —ese nombre que dieron a Barcelona por culpa de los anarquistas que se rebelaban contra el patrón y que ahora da nombre a una librería de la CNT—, encontrarme entre hileras de vapor para santificarme y redimirme en la Barcelona burguesa.
Mientras esperábamos el té, nos recomendaron ungirnos en la muñeca con los aceites esenciales que había sobre la mesa y meditar durante un minuto, con los ojos cerrados, procurando entender a dónde nos transportaba ese olor. En gran medida, fue la picor en la nariz la que me impidió hacer el ejercicio y me transportó con urgencia al infierno de la alergia que me asuela de tanto en tanto.
El té estuvo listo enseguida y tuvimos que bebérnoslo entero, mientras nos explicaban la importancia de la escucha cuidadosa que, según elaboraron, se distinguía de la escucha activa que nos habían enseñado a practicar en las formaciones corporativas para mejor gestionar los conflictos generados por el estrés (no llegué a entender la diferencia) y de la mirada activa, que era lo mismo pero mirando fijamente al otro. Me pareció interesante la introducción de la idea de alteridad y me pregunté si íbamos a hablar de los mecanismos de creación del otro y reflexionar sobre sus implicaciones. No. Al terminar el té, entendimos que la tarea del día consistiría en trabar conocimiento con las hojas de té. Este momento me alegró porque pensé que no tendría que abrirme en canal y, además, la escena me recordaba a Harry Potter y eso tenía un poco de gracia.
Nos pidieron depositar las hojas en un platillo blanco con el logo del hotel y reflexionar sobre qué veíamos en ellas para, posteriormente, interpretar su significado. Los que estábamos en la mesa nos miramos entre nosotros con una sonrisa a camino entre la incredulidad, el nerviosismo y la diversión. Nadie sabía muy bien qué decir, así que nos lanzamos a inventar formas, una nube, un toro, un chaise-long (!), cosas así. No supimos darle más interpretaciones y nos sentimos un poco mal por no saber hacer ese ejercicio como tocaba. Una chica dijo «esto es un poco bullshit, pero supongo que veo una nube porque siempre estoy soñando» y nos reímos un poco.
A partir de ese momento, la conversación perdió fluidez porque tuvimos que interrumpir a menudo por el inesperado efecto diurético del té. Pensé que eso bien podría formar parte de nuestra purga.
Nos preguntaron si estábamos relajados e hicieron una broma sobre el estrés del día a día. Nos reímos por educación, pero la verdad es que el estrés nos estaba matando por dentro y no se había ido a ningún lado, como se vio en el coffee-break, en el que todo el mundo corrió a mirar sus móviles, enviar emails, apagar fuegos y otras operaciones corporativas, a golpe de café —¿por qué?— y bollos industriales.
Volvimos con menos tensión. Nos pidieron dejar los móviles a un lado para el ejercicio final, que consistía en crear un retrato de nuestros compañeros con las hojas del té, que ya no estaban tan encharcadas como antes, sino que desprendían una sensación de humedad que les daba cierta solidez. El objetivo era observar a nuestro compañero en profundidad y entendí que tendríamos que poner en práctica esa mirada activa previamente anunciada. Enseguida tuve que volver a levantarme para ir al lavabo y maldije ese té del demonio. Cuando volví, habían puesto música de ascensor «para inspirarnos y relajarnos». Noté una insistencia sutil en la idea de relajarnos —el té, la meditación, los aceites esenciales, las bromas…— y pensé que habría evitado el temblor en mis manos si no hubiese bebido el café en el descanso. Miré brevemente a los ojos a mi compañera y le sonreí, nos sonreímos. Habíamos hablado en el pasado y nos tomamos el ejercicio a risas. Hicimos lo que pudimos con esas hojas y nos lo enseñamos al final. Nos pareció mejor de lo esperado.
Cuando acabamos, bajaron la música y nos dijeron que los ejercicios hablaban más de nosotros que del otro. Primero, nos pidieron describir, objetivamente, nuestro resultado. Debí de levantar las cejas de tal manera que una de las chicas beige me miró de reojo y soltó una risita entre dientes. Nos dijo que no había correcto o incorrecto —«no hay error»—, sino que sencillamente los describiéramos al compañero. Después, tuvimos que explicar cómo nos habíamos sentido y qué decía el retrato de nosotros mismos. No sabía qué podía contar mi montaña de hojas, así que solté que hablaba de mi timidez y de que me costaba mirar a los ojos de mi compañera, por lo que me había focalizado en las formas generales. Sólo a la salida le dije a mi colega que seguramente esas hojas revelaran mi cinismo e incapacidad de entregarme, por si me decepciono y doy pasos en falso.
Nos ofrecieron llevar los resultados a casa, que ya estaban secos y protegidos con algún tipo de pegamento cuando acabamos de comer. Además, nos sugirieron repetir este ejercicio cada semana en nuestras casas. No supe que hacer con esa hoja de papel al subirme a la moto, por lo que tuve que doblarla y meterla de cualquier manera en la mochila.
Cuando llegué a casa, I. observó mi té-arte con detenimiento, dijo, «Oh, well, my little artist» y se puso a hacer un baile para enamorarme. Después, me preguntó, «Shall we have sex?»
me ha encantado 😊