Las amigas no saludan. Los ex-líos tampoco.
Había quedado con una amiga para ir a Lo de Carmen —uno de estos bares queer que se multiplican por Barcelona; valdrá la pena un día dedicar una reflexión a cuánto de queer tienen estos bares queer— y dar apoyo a I., que allí tenía un bolo toda la noche. Mi amiga no iba engañada, pero podría decirse que persuadida por mi «si no te apetece ir, creo que me quedaré en casa».
Gritábamos a todo pulmón para entendernos bajo los decibelios del techno-reguetón que sonaba furibundo en primer plano. «Ni que estuviéramos en Apolo», decíamos, como dos abuelas aguafiestas. «Me siento fuera de lugar», me explicó. «He visto a un chico que conozco y ni me ha saludado. Incluso estuvo en mi casa», prosiguió resignada. En mi línea de restar importancia a estas cosas, le dije que yo mismo no había saludado a unas cuantas amigas que por ahí pululaban, ni ellas a mí. No llegué a confesarle que fijaba mis ojos en lo suyos más de lo habitual para evitar cruzar la mirada con alguien y tener que dar el primer paso de saludar.
Pedimos otra bebida. Como buena aguafiestas, me pedí una cerveza sin alcohol. En el camino de vuelta nuestra mesa, me para el chico con el que no me había saludado en toda la noche. Entre sonrisas nos saludamos, sostenemos el rol de distraídos, «anda, estabas sentado justo detrás», y charlamos dos minutos hasta quedarnos sin tema. Los chicos de Grindr y otros folleteos quedaron, esos sí, sin saludo. Yo observaba los bodies que llevaban algunos y le preguntaba a mi amiga si no sería súper incómodo: «si llevas tanga, ¿no se te mete por el culo?». Me explicó que sí y me dijo que los gays estábamos recuperando un montón de cosas de las cuales las mujeres habían intentado librarse tantos años. Tiene sentido, la opresión como reivindicación, el insulto apropiado como bandera. Sí, estoy aquí, soy visible, no encajo en tu marco perfecto. Aunque todo esto está muy bien, ¿en qué momento nos hemos dejado llevar por la performance? ¿En qué momento deja de ser un grito de expresión propia y reivindicación fraternal y nos colocamos, entre nosotros mismos, en la alteridad? Detrás de la máscara está mi yo mutilado, incapaz de mirar a los ojos a aquél que estuvo entre mis sábanas. Sin saber quién soy, desprecio al que, visible, sobrevive en un mundo hostil que hemos sabido reproducir, incluso en nuestros espacios. No saludo porque no sé enfrentarme al descaro y atrevimiento de mi propia performance. No saludo porque tengo miedo de no recibir una sonrisa a cambio. Prefiero huir y fingir un despiste, prefiero estar por encima de todo eso. Elijo no cuidar.
También puede ser que esto me pase sólo a mí, que el miedo me sea exclusivo y sea incapaz de saludar. Un rancio, dirán, y no estarán equivocados.
He vuelto a escribir. Digo empezar porque sigo resistiéndome a asumir que escribir una tesis es escribir. No escribía desde los dieciocho y tengo que dar las gracias a Enrique Vila-Matas por animarme, aunque también por asustarme. Verdad sea dicha, tengo que agradecerle además a I., por empujarme a escribir postales cada día.
He cogido París no se acaba nunca pensando que sería pretencioso y me lo he terminado pensando que es verdadero, no por la verdad de las historias en sí, cosa que me importa más bien poco, pero por la divagación entre miedos y anhelos, entre sueños y sucesos, mitos y derrumbes.
Con otros amigos estuve en el Tiberi —¿qué hacíamos allí?—. Pedimos focaccia y orange wine en un porrón, lo que me parece el epítome de lo cool. Comentábamos el cumpleaños que teníamos en la mesa de atrás. Eran más de diez chicas con el mismo look negro. Se amontonaban discretamente alrededor de la que, entre ellas, era la influencer. La reconocimos. No parecía un cumpleaños porque se comportaban demasiado bien, estaban rígidas en sus sillas, se decían “¿ah, sí?» y sorbían un poco de vino. Sonreían como quien sonríe a la vecina que fuma en la escalera. Se ponían sus abrigos statement de Zara —su toque de individualidad— y salían a fumar. Ahí podíamos verlas reír.
Espero que las chicas del cumpleaños se rieran de nuestro orange wine en un porrón, aunque es poco probable. Al final, también ellas estaban en el Tiberi.
Chanel ha lanzado una colección llamada Métiers d’Art en Manchester, símbolo de la lucha obrera. Chanel invita a sus asistentes a vivir la experiencia obrera en las calles de Manchester.
Más allá de la nueva costumbre del lujo de reirse de los pobres y llamarlo arte —hola, Balenciaga—, es llamativo que estas marcas estén encontrando en lo pobre y barato lo verdaderamente real. Aquello de lo que tantos huyen es ahora visto con nostalgia y apreciado como auténtico. Es lo de toda la vida, eso sí, curated for the occasion.
«It’s called fashion.»
En Barcelona, no paran de abrir bares auténticos, antiguos antros a los que se les pasa la fregona y se les añade un menú exhorbitante de tapas de toda la vida y vinos de cuarenta euros la botella. Los que se mantienen sin cara lavada son rápidamente invadidos por una generación ávida de experiencias genuinas, cansada de la impostura de los locales de brunch y avocado toast. «No somos cómo lo demás.»
Una vez más, el capitalismo lo fagocita todo, es incluso capaz de fetichizar la pobreza.
Me leo y me noto optimista. Lo bueno de escribir es elegir ponerse y quitarse la máscara. Lo bueno de escribir es cuidarse.