Mis últimas zapatillas favoritas me costaron más de lo que quiero admitir y estoy enamorado de ellas. Las compré en París porque sentí que necesitaba unas para asistir a un desfile en el que no conocía a nadie. Mi inseguridad no me permitió llevar cualquier cosa. Además, ¿qué mejor excusa para comprarse otras zapatillas? Llevar bambas nuevas significa subirte a una plataforma desde donde observar el mundo con más convicción. El desfile fue corto y sonoro, el local inusitado y glacial (literalmente; me congelé). Solo la plataforma endeble de mis zapatillas me permitió sostener la cabeza en alto ante tanta gente tan guay (¿qué hacía yo ahí?). Al final, acompañé mi amigo a su hotel y un poco más tarde a cenar a un chino que nos supo a gloria. Todavía angustiado por cuatro flecos pendientes, una nota de prensa por enviar, una fotografía pendiente de llegar, mi amigo se vio obligado, tras mi insistencia alentada por la cerveza en el estómgago vacío, a reconocer que gran parte del éxito de esa noche era gracias a él. Brindamos por esos éxitos, por creérnoslo.
París te transforma, aunque no quieras. Hemos construido un aura a su alrededor que ahora se retroalimenta sin cesar. Mientras caminaba la hora y media de trayecto entre Palais Galliera y el local del desfile en el 11e (las huelgas en Francia van en serio y el metro estaba cerrado), pensaba en qué persona sería si viviera en París, qué personaje me crearía y con quién me encontraría. Mientras leo que Annie Ernaux, a los dieciocho años, nunca había estado en esta ciudad misteriosa y poderosa, capaz de inflarnos la imaginación, pienso en otros que sí estuvieron; en la contracubierta de París no se acaba nunca leo que Vila-Matas se codeaba con Marguerite Duras, Roland Barthes, Paloma Picasso y pienso con a quién me codearía yo en París. En París somos nuestros propios vestuaristas y nos ponemos en la piel de lo que queremos ser, salimos al escenario de la calle para vivir esa fantasía de relacionarnos con esos mitos de los que queremos absorber parte del aura. ¿Qué dejamos atrás?
Dejando a un lado París y el desfile y volviendo a las zapatillas —es la segunda vez que escribo estos diarios y la segunda que hablo de desfiles; es una casualidad, prometo que no soy esa persona… ¿o sí?—, estas tienen un problema que me persigue a cada paso: los cordones se desatan solos. Los ato por la mañana y, al cabo de una docena de pasos, noto una extraña libertad en el pie, un respiro que no debería estar ahí. Me agacho y me regaño por haber olvidado dar la lazada fuerte, ya sé que estas son las que se desatan: refuerzo el lazo tirando con fuerza de ambos cordones; pienso en cuándo se romperán de tanto apretar.
Tozudos, los cordones de mis zapatillas encuentran manera de desenlazarse una y otra vez a lo largo del día. Cuando me las quito por la noche, quedan las huellas de ese lazo tan apurado. Miro con cierta tristeza a esos cordones redondos, otrora tan impecables, ahora tan magullados por mis arrebatos.
Me vuelvo a poner estas zapatillas para ir al encuentro de una amiga. Me espera en la manifestación por la libertad de Palestina, en su entorno. Encontramos espacio para ponernos al día, aunque lo que busco es recuperar esa intimidad de ese es de confinamiento pasado juntos, esa compenetración y esa complicidad de llenar un plato de pasta de queso hasta rebosar y de enviarnos auténticos podcasts de 20 minutos en WhatsApp explicándonos cada detalle de un desencuentro con un amor esquivo.
Eso ya no está.
A los treinta y tantos, también las amistades, como zapatillas obstinadas, se desenlazan una y otra vez. Algunas penden de los memes diarios que nos enviamos en Instagram: nos sabemos vivos —aunque no en qué condiciones—.
Con la vida y el trabajo arrastrándote como una ola cargada de energía, tienes que agarrarte a la tabla y tratar de no tragar agua. Si la inercia te atrapa, tienes que moverte sin cesar para no perder el norte. Encontrar caminos para el encuentro, para tejer y cuidar. Fuera del escenario, entre bastidores. Los amigos no son aquellos con quién nos codeamos. Con los amigos nos entrelazamos.
Después de la manifestación, mi amiga y yo fuimos capaces de hablar, de reírnos y de constatar que esa intimidad está esperando tan solo unas gotas agua para volver a florecer.